Sí, ya hemos podido darle, y bien dado, al bueno de Majora’s Mask. Hace mucho que nos enfrentamos a él por última vez y, en aquel momento, nos resultó demasiado raro e intrigante. El modo de juego, con tiempo que pasa, con una resolución a contrarreloj, conseguía agobiarnos. Y la estética oscura y los momentos aterradores (esos cambios de máscara de Link, sin ir más lejos) no ayudaban a que conciliásemos bien el sueño.
Sin embargo, y pese a que personalmente supuso más en nuestras vidas algún que otro título de la saga Zelda, Majora se quedó siempre en nuestra mente guardado como todo un auténtico tesoro.
La más importante que tomó fue la de tener estilo propio. Un pecado que, pese a la calidad de sus obras más personales, ha pagado con creces en años posteriores. Su primer Zelda, el que ahora tenemos en la mano de nuevo, era raro, cambiaba las bases y era retorcido a más no poder. Y eso no gustó nada, pese a que el tiempo le acabase dando la razón.
Para empezar, Majora’s Mask nos enseña a jugar de una forma diferente: los distintos templos y misterios del juego tienen que ser resueltos en un plazo concreto de tiempo (según el juego tres días, según la realidad, alrededor de dos horas). Si no podemos resolver nuestra tarea actual, hay que volver atrás en el tiempo y recomenzar el ciclo de nuevo, lo que, en el juego, se traduce con que la luna se choca contra el suelo matando a todo el mundo.
Según vamos consiguiendo nuestros propósitos, el final de cada ciclo va cambiando. Poco a poco conseguimos acercarnos al desenlace, evitando que Skull Kid, ese personaje que llegábamos perdido en mitad del bosque de Ocarina of Time, lleve a cabo su plan.
Como decimos, la sensación al jugar en el momento original era angustiosa. Sí, estábamos ahí, dándolo todo, y cada rato nos recordaban el tiempo que nos quedaba… Y lo peor es cuando mirábamos arriba, viendo como la horrible cara de la luna nos miraba con aire desafiante.
En general, Majora’s Mask es un juego extraño, en el que no entiendes bien muchas decisiones. No entiendes que si haces bien las cosas tengas que perder el tiempo paseando hasta que llegue el final del nuevo ciclo. Tampoco entiendes que sea necesario que, cada vez que decides cambiar una de las máscaras que puedes usar para convertirte en un personaje diferente, adquiriendo con ello nuevas facultades, tenga que parece que sufres con tanta fuerza. Pero todo te deja un poso, te deja pillado, te gusta… El juego no era buenrrollero en su momento. Pero conseguía que nos sintiésemos intrigados, fascinados… De hecho, pese a su fracaso en su momento, cuenta con seguidores, mucho más radicales que los de casi cualquier otro Zelda que tenga defensores.
Respecto a Aonuma, entre Majora’s Mask y WindWaker, consiguió entender que el público, como tal, sólo quería Ocarina’s of Time y A Link to the Past. Y continuó con ellos en sus siguientes juegos: los “Ocarinas” Twilight Princess y Skyward Sword y los “A Link” Phantom Hourglass, Spirit Tracks y, sobre todo, A Link Between Worlds.
De verdad, es fácil hablar de un juego como Majora’s Mask basándose sólo en el mito que se ha creado a su alrededor. Sería muy sencillo decir que fue un clásico irrepetible, incomprendido y todo lo que se pueda decir de un juego como éste a toro pasado… Pero, de verdad, toda esa palabrería se quedaría corta. No puedo asegurar que el viaje te vaya a apasionar, porque, hablando pronto y mal, Majora’s Mask es raro de narices. No tiene nada que ver con los juegos de hoy en día y, en muchos momentos, es hasta incómodo para el jugador. Pero, pese a todo, es, junto a Zelda II, la experiencia más rompedora que podemos echarnos en cara en este género. Y, ya sólo con eso, merecería la pena echarle una ojeada.