Todos los detalles de Frostpunk.
Durante la Antigua Roma, en tiempos de crisis, un magistrado se convertía en Dictador y ejercía una autoridad suprema mientras quedaban en suspensión todos los procedimientos ordinarios. Resulta especialmente interesante que nadie podía criticar, censurar o discutir sus decisiones. Eran buenos tiempos. Aquí llega Frostpunk.
Nunca me gustó la figura del dictador, hasta que una brutal tormenta de nieve durante la era victoriana londinense me obligó a ponerme al frente de los últimos supervivientes de la glaciación definitiva. Arracimados en torno a una enorme caldera, mis súbditos empezaron a levantar sus carpas miserables, con la promesa de que algún día serían viviendas habitables. La esperanza por los suelos (es lo que tiene atravesar un Apocalipsis helado), una injusta pátina de descontento y una incapacidad total para tomar decisiones que me dejaba a mí al cargo. Y empezaron los problemas.
Esto es Frostpunk, muchachos, el último juego de 11 bit Studios, que ya nos ofrecieron otra experiencia llena de gestión y duras decisiones con el magistral This War of Mine. Pero, mientras en aquel teníamos que dirigir la vida de un reducido grupo de supervivientes durante una guerra indefinida, ahora somos los líderes de, atención, el último bastión de la humanidad. Y esa responsabilidad exige sacrificios, sobre todo cuando cada vez tienes más claro que no hay nada más allá del cráter donde te has instalado. Mientras nuestras partidas de exploradores descubren asentamientos deshabitados y campamentos llenos de cadáveres, tenemos cada vez más claro que no nos va a llegar ayuda de fuera. No hay esperanza al otro lado de la tormenta. Nosotros somos la esperanza.
Las tareas básicas son sencillas, clásicas en este tipo de juegos: almacenar recursos, levantar minas, investigar nuevas tecnologías, establecer un sistema de sanidad, asegurar la entrada de alimentos, etc… El carbón es un elemento fundamental, para mantener vivo el horno que da calor a nuestro pueblo. Y más vale que no se apague, porque las temperaturas más cálidas que vamos a encontrar son los -20º, alcanzando (en mi partida) los -140º. Pero Frostpunk añade elementos que marcan la diferencia: el Libro de Leyes, donde decidiremos de forma general cómo es la vida de nuestro pueblo, y la toma de decisiones frente a las propuestas (o exigencias) de nuestros habitantes, tanto de forma común como individual. Y resulta que nuestro pueblo es idiota. ¡Yo, que siempre he criticado a los gobernantes, me he visto convertido en un déspota incomprendido, y todo porque esos individuos que se aferran a la vida, que enferman con demasiada frecuencia, que se niegan a trabajar más allá de su horario, son incapaces de comprender que para sobrevivir al fin del mundo hay que hacer sacrificios!
Mi primera decisión fue aprobar la Ley de Trabajo Infantil. ¡Y los muy idiotas se quejaron! Entiendo que los niños no trabajen en circunstancias normales pero, ¿hola?, la temperatura está descendiendo a marchas forzadas. No necesito un montón de críos inútiles rondando por las calles o hacinados en hospicios mientras «estudian» para aprendices de médicos o ingenieros. No, muchachos, ya habrá tiempo de estudiar cuando la civilización no corra peligro, ahora hay que recoger carbón y desguazar madera. Y gracias tendrían que dar, que les pongo solo trabajos seguros. Pero, nada, el pueblo fue incapaz de entenderlo.
Creo que fui un dictador magnánimo. Construí cementerios en vez de obligar a mi pueblo a comerse a sus muertos y, oye, que parecerá una tontería pero la comida escasea. Además, decidí llevar a cabo tratamientos médicos extremos para amputar los miembros congelados de mis trabajadores, incluso construí prótesis para que pudieran volver al trabajo en cuestión de días. Pero ellos, en vez de darse cuenta de lo buen líder que era, se quejaban. Demasiado frío, demasiados enfermos, queremos un pub, queremos casas más bonitas y cálidas.
Y ahí entró en juego la rama de Orden. Llegado un momento, tuve que elegir entre Espiritualidad o Autoridad y, oye, a mí me gusta ser honesto, por lo que elegí la segunda. Desconozco que opciones da la rama de la fe, pero sustituí iglesias por torres de vigilancia, instauré capataces y patrullas vecinales, cárceles y, por supuesto, mi edificio favorito: la fábrica de propaganda. El mundo real es demasiado jodido, es mejor que el pueblo viva una versión de la historia más amable. No sirvió de nada.
Quizá fui muy duro con los separatistas. Quizá se amontonaron las mentiras y tal vez las protestas mantuvieron al pueblo demasiado ocupado como para recoger carbón y comida suficiente como para mantenerse con vida. La esperanza se redujo, el descontento aumentó, las reservas de comida escaseaban (mala idea tener a los muertos bajo tierra en vez de en la nevera). Fui condenado al exilio y poco después mi pueblo moriría de hambre y frío. Mala suerte, chicos, ¿queríais democracia? Que os sirva de mucho en el mundo de los muertos.
Es lo interesante de este tipo de juegos, como es capaz de convertirte en todo lo contrario a lo que normalmente eres. Yo, que siempre he confiado en el pueblo, me enfrenté a él, lo odié, casi me alegré cuando murió causa de su propia estupidez. Del mismo modo que, en otros juegos de estrategia y gestión, como Crusader Kings II, me convierto en un traidor, capaz de vender a sus aliados, de asesinar a sus propios hijos, con tal de mantener viva mi dinastía. Durante una cruel temporada fui un dictador que se ganó el odio del pueblo, capaz de mantener viva a la humanidad a costa de su propia humanidad. Fracasé. Y es momento de empezar una nueva partida.
Y, que Dios me ayude, no pienso construir hospicios. Los niños deben trabajar en este mundo de nieve. Quizá el error fue enterrar a los muertos. Tal vez haya que ser más autoritario para anular al pueblo. Vuelvo a la carga, convertido en un dictador mucho más cruel que antes, y si vuelvo a fracasar empezaré a pensar si es culpa mía en vez del pueblo. Lo dudo.